jueves, 23 de agosto de 2012

Leyes del paisaje

Texto de Jordi Claramonte. 
http://jordiclaramonte.blogspot.com.es/ 

Leyes del paisaje 

Ley de la policontexturalidad: Un paisaje debe configurarse para dar cabida de modo sostenible al máximo número de sistemas vivos.

Aplicación primera: las infraestructuras y grandes obras deberían ser concebidas como “facilitadores” de la policontexturalidad y no como fagocitadores de cualquier otro sistema que no sean ellas mismas.
Aplicación segunda: Los monocultivos, especies invasivas, o los productos transgénicos deberían cuestionarse en función de esta ley.

Ley de la potencia instituyente: Un paisaje debería configurarse de modo tal que no arrebatara a sus habitantes la capacidad intervención sobre el mismo, la capacidad de obrar y comprender respecto de él. 

Aplicación primera: no se puede usar el poder instituyente para cancelar el poder instituyente en uno mismo o en los otros.
Aplicación segunda: la explotación de un recurso biológico o minero no debería expropiar el poder instituyente –ni mucho menos expulsar- a la comunidad que lo habita.

Ley de la irreducibilidad a concepto

Un paisaje debería contener y auspiciar un número suficiente de elementos indeterminados e imprevistos que mantuvieran un gradiente de variación de las posibilidades de acoplamiento que el mismo ofrece. 

Aplicación primera: todo paisaje debería contener partes no diseñadas e incluso “descuidadas”.
Aplicación segunda: la enuncia Sun Bin en términos militares: “ajusta la formación para que contenga desorden” 

Ley de la autonomía y la especifidad de cada paisaje. 

Cada paisaje en virtud de los condicionantes geológicos, climáticos, macro-históricos se desarrolla en un sentido específico cuyas dinámicas internas cabe conocer y respetar.

Aplicación primera: constituye despropósito intentar travestir a un paisaje en otro en función de modas, o intereses espurios. Campos de golf, visitas turísticas.
Aplicación segunda: La presencia de turistas u observadores no debería formatearse de modo que quebrara la cohesión dinámica del paisaje. Tirolinas ruidosas en un bosque de lluvia.

Las postciudades, descentradas y caóticas


Por Graciela Speranza, para La Nación.
Viernes 17 de agosto de 2012   Publicado en edición impresa.
En una secuencia memorable de Stalker , uno de los grandes momentos de la historia del cine, tres viajeros clandestinos avanzan en un motorriel hacia la Zona, un paraje fantástico que promete cumplir los sueños de los desconsolados. Tarkovski se demora en el recorrido, deja que el tiempo pase al ritmo acompasado del traqueteo y atiende a la expectativa de los tres hombres de espaldas que miran a un lado y al otro, a la espera de que el paisaje devastado que van dejando atrás se abra a otro, desconocido y fabuloso. Los viajeros descubrirán muy pronto que el panorama de la Zona no es mucho menos sombrío, sólo que, cuando el motorriel se detiene y el stalker -guía anuncia que han llegado a destino, el blanco y negro de la imagen vira de pronto al color, el verde y la quietud del lugar inundan el plano, y las ruinas desoladas que recorrerán de ahí en más refulgen en todo su esplendor. Como en la larga secuencia del viaje, las imágenes a la vez sórdidas y sublimes del futuro que Tarkovski compuso en Stalker no difieren demasiado del paisaje real de las ciudades y anticipan sin saberlo el tono posapocalíptico del arte del mañana; el único resto arcádico de la Zona es el silencio y la majestad de las ruinas deshabitadas. No hay más allá de las ciudades, parece decir Tarkovski. El desarrollo de la civilización se ha clausurado en un cerco mental urbano.
Treinta años más tarde, la mitad de la población del mundo vive en las ciudades y la cifra alcanzará los dos tercios al promediar el siglo, con megaciudades de ocho millones de habitantes e hiperciudades de veinte, aunque nadie sabe si semejantes concentraciones humanas son biológica o ecológicamente sustentables. Esa supremacía podría ser motivo de celebración e incluso de orgullo ciudadano. El pensamiento, la cultura y el arte florecieron en las ciudades, y la historia de los grandes cambios sociales y las vanguardias se escribió con reinvenciones de los recorridos urbanos. Basta pensar en los pasajes parisinos que iluminaron a Baudelaire y a Benjamin, los encuentros insólitos de las caminatas surrealistas, o las derivas y los desvíos con que Debord y los situacionistas llamaban a vagar sin rumbo prestando oídos a la ciudad como quien escucha un lenguaje, para recuperar la comunicación interrumpida por la sociedad del espectáculo.
Pero ¿qué, precisamente, deberíamos celebrar hoy en las ciudades? ¿Qué se ha hecho de las grandes ilusiones que movilizaban la marcha esperanzada a las capitales? "Claustrópolis", "ciudad de cuarzo", "ciudad pánico" son las fórmulas que hoy describen la vida urbana y ni siquiera hacen falta las metáforas frente la resonancia trágica de nombres como Ciudad Juárez, Kabul, Ciudad de Dios, Villa 31, Dharavi. Un tercio de la población de las ciudades vive hoy en villas, favelas, colonias populares, pueblos jóvenes, cantegriles o, dicho con uno de los tantos eufemismos de las ciencias sociales, "asentamientos informales". La cifra por sí sola alcanza para aguar los festejos de la hegemonía metropolitana; la nueva fisonomía del globo ("Planeta de villas miseria", lo llamó el sociólogo Mike Davis con elocuencia tajante) aniquila los últimos resabios de fervor whitmaniano. "Urbanización" ha pasado a ser sinónimo de ranchos, casillas, barracas, tinglados, chozas, tugurios, asentados en las orillas de las grandes capitales, un margen del margen alejado de los lazos solidarios de la comunidad rural y también de las bondades políticas y culturales del ágora. El aumento paralelo de la riqueza, entretanto, ha transformado la geografía de las zonas prósperas con patrones cada vez más desembozados de segregación, materializados en espacios fortificados, islas cercadas, barrios y hasta ciudades privadas, rejas y muros con los que la arquitectura del miedo se anticipa a los enfrentamientos o los incita. En las metrópolis de todo el mundo las diferencias sociales desalientan el contacto, más amenaza que estímulo de la vida comunitaria.
A la lista de "posts" que nos dejó el siglo XX, se ha sumado así la "posciudad". La forma de la ciudad en la que Julien Gracq vio la posibilidad de recorridos infinitos y la Ciudad con mayúscula que en el cuento de Borges deslumbró al bárbaro y lo llevó a cambiar de bando y morir en defensa de esa invención de los hombres civilizados ("un organismo hecho de estatuas, de templos, de jardines, de habitaciones, de gradas, de jarrones, de capiteles, de espacios regulares y abiertos", que lo toca "como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño adivina una inteligencia inmortal") son rémoras del pasado frente las ciudades descentradas y caóticas de hoy, en las que no existe la forma, sólo la proliferación. "Espacio chatarra", lo llamó Rem Koolhaas, para describir un agregado entrópico que ha sustituido la jerarquía por la acumulación y la composición por la adición, "suma de decisiones no tomadas, prioridades no definidas, contradicciones perpetuadas, componendas aplaudidas y corrupción tolerada".
No sorprende entonces que un arte informe que acumula y mezcla restos ausculte hoy el pulso de las ciudades, registre su concierto babélico de voces, recomponga la chatarra que dejó la modernización nunca alcanzada y alerte sobre los efectos devastadores de la violencia y los estragos neoliberales. De Thomas Hirschhorn y Francis Alÿs a Gabriel Orozco o Diego Bianchi, de Johnathan Lethem y Mario Bellatin a João Gilberto Noll o Sergio Chejfec, artistas y narradores recuperan la tradición del paseo, el desvío o la deriva, para crear objetos y relatos porosos, capaces de albergar los desechos y las diferencias. En la marcha, componen fábulas que quieren extrañar y reencantar la vida urbana, exploran formas visuales y narrativas de figurar la diversidad que late en el caos, o sencillamente confiesan que ya no hay iluminaciones posibles en las ciudades superpobladas. Sin la "botánica en el asfalto" del flâneur benjaminiano ni las epifanías del Dublín de Joyce, del paseo urbano sólo ha quedado una marcha indolente vuelta relato, sin más revelaciones que las que depara una paradójica "arqueología superficial", distante de cualquier idealización romántica o moderna de la caminata. La deriva en el arte y la narrativa de hoy quiere traducir más bien la percepción difusa, cambiante y finalmente incomunicable del caminante, que es también la experiencia fragmentaria del vértigo horizontal de la ciudad contemporánea, más próxima a las conexiones caprichosas de la Web que a la gramática generativa clásica del paseo urbano: una forma errante hecha ya no de trazos firmes sino de líneas punteadas que se hacen y se deshacen, se enmarañan o se abren en múltiples direcciones, en sintonía con la sensibilidad flotante del paseante.
Pero el relato espacial -dice Michel de Certeau, gran pensador de las ciudades- autoriza el desplazamiento y la transgresión de los límites con figuras narrativas como el puente y el pasaje. Sobre la ciudad de los usos racionales inscribe otra, móvil y metafórica, que quiere abrir territorios de contacto, formas incompletas que inviten al encuentro con extraños. Mientras que los grandes consorcios inmobiliarios buscan la homogeneidad y el equilibrio, la ciudad abierta del arte atiende a lo imprevisto y lo disonante. A diferencia de los discursos estereotipados sobre la seguridad, la violencia y el delito que simplifican con categorías rígidas la complejidad social de las ciudades, los relatos del arte pueden devolverles ambigüedad, densidad y fricción a los imaginarios urbanos.
"Las ciudades que no puedan albergar la diversidad, los movimientos migratorios, los nuevos estilos de vida y la heterogeneidad económica, política y religiosa -alerta David Harvey- sucumbirán por efecto del entumecimiento y la parálisis, o se desmembrarán azotadas por conflictos violentos. Definir las políticas que puedan preservar la diversidad sin reprimir las diferencias es uno de los mayores desafíos de la urbanización del siglo XXI." En su NO, Global Tour , secuela documental y magnificada de la secuencia de Stalker , el español Santiago Sierra lo ha dicho a su manera sintética, categórica y urgente. Un NO de tres toneladas es el gran protagonista de una road movienegrísima como las letras de la palabra. Montado en la plataforma de un camión, el monumento portátil recorre las capitales del Primer Mundo convertidas en una única ciudad continua, con escalas elocuentes en los enclaves fatídicos del futuro urbano.

miércoles, 22 de agosto de 2012

Ticio Escobar


“VIVIMOS UN MOMENTO ASUSTADO”

Entrevista realizada por Jorge Fernández , Director del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, a Ticio Escobar, culturólogo y crítico paraguayo. (segunda parte)

Extraido de: Arte nuevo.


arte-nuevo.blogspot.com


Me gustaría conocer sus reflexiones sobre esas zonas fronterizas entre la copia del modelo y el original a partir de la propia realidad latinoamericana. Nosotros, que siempre fuimos la copia, ahora, de momento, ¿no seremos el original?

Yo creo que la cultura moderna es una cultura obsesionada por el significante. Y sin embargo, ahora lo que hay en la tardomodernidad o la posmodernidad, o lo que fuese, es una cultura muy vuelta sobre el significado, es decir, preocupada mucho no solamente por la relación de los signos entre sí, no solamente por la articulación del lenguaje, sino por cómo ese lenguaje está tomando realidad, cómo se ubica ante lo real. De alguna manera ciertos autores piensan que si la modernidad es un momento de reflexión sobre el lenguaje, la posmodernidad es un momento de reflexión sobre la realidad. Esa es la tesis de Scoh Lach; dice por ejemplo, que esa obsesión que tuvo la modernidad por la relación entre el signo y la cosa se daba más bien del lado de la cosa, porque nuestro mundo de cosas está demasiado sepultado por signos. Entonces hay que desempolvar las cosas para que vuelvan a resignificar, porque nuestros intentos de significar las rebotan contra mallas previas de significación, en las cuales las cosas están enredadas ya. Para que logre correr cierta significación de nuevo entre las cosas, habría que hacer un espacio alrededor, quitarle un poco de tanto significante y tratar de ver un poco las cosas como son, si ello fuera posible.

En los últimos tiempos se revisan las concepciones del Estado y la ideología, y se le atribuyen los conflictos actuales al choque de culturas y civilizaciones. ¿Comparte Ticio Escobar estas tesis?

En estos momentos hay una tendencia a recusar las universalizaciones abstractas. Quizás lo que esté en crisis sea un modelo ideológico basado en el universal abstracto hegeliano, a una idea omnicomprensiva de lo real que intente someter todas las pretensiones en sus muchos aspectos a una ideológica, y sobre todo a un despliegue de una idea lógica. Pero de hecho, de ninguna manera existe un deseo manifiesto de renuncia a explicar lo real. Justamente uno de los problemas más serios ahora es sobre qué bases se construyen los universales que necesita toda la sociedad para ir pensando y para entrar en contacto con otras sociedades y con otros grupos, porque si renunciamos a lo universal también, corremos el peligro de renunciar a una serie de conquistas que son importantes, que son los derechos humanos, que son la creencia en una serie de valores universales. ¿Cómo se plantea un universalismo que no sea sustantivo, totalidades que no sean totalizadoras, que no sean totalizantes, que no lleven a totalitarismos? ¿Sobre qué base se pueden crear consensos generales sin crear sustancias fijas? ¿De qué manera podemos buscar fundamentos sin caer en fundamentalismos, y buscar totalidades sin caer en totalitarismos? Esta sería la pregunta del millón en este fin de siglo.

Los estructuralistas planteaban la muerte del sujeto en la historia. El segmento más ultraconservador de la filosofía posmoderna vaticinó el Apocalipsis total y ahora se habla de una vuelta al sujeto escindido y fragmentado, pero recobrado.

A la filosofía occidental le encanta coquetear con el tema de la muerte y la aparición. Quizás sea ese juego de ocultamientos y desocultamientos que hacen también a su propia dinámica la idea de la muerte del arte y el fin de la historia, que se repite desde Hegel. Y muere y resucita el arte, muere y resucita la historia después, como esas series de Superman en que muere Superman, y resultó que Superman reaparece en otro lugar o en otro sentido y tal.
El sujeto es una obsesión de la filosofía contemporánea y desde hace tiempo se viene impugnando la desaparición del sujeto cartesiano de una concepción basada en un subjetivismo de tipo trascendental, pero aparecen otras formas de subjetividades y de construcciones subjetivas, de matrices culturales basadas en las construcciones de sujetos colectivos, de sujetos que se van como articulando históricamente, pero cuando se dice que muere el sujeto, lo que se dice es bueno, muere o cambia un concepto de sujeto o muere o cambia un concepto de historia, pero repito: nuestra filosofía es un poco efectista y apocalíptica y le gusta jugar así con grandes temas espectaculares de muertes y resurrecciones.

A partir de algunos conceptos que usted ha manejado, como lo referente a la vocación hedonista de la cultura contemporánea, quiero que me dé su opinión sobre los filósofos catalogados como posmodernistas al analizar los síntomas del arte que se produce en el mundo.

Sobre el tema del hedonismo pienso que la cultura moderna fue muy puritana, en el sentido de que le tenía algún horror a cierta complacencia de la forma, en el sentido de que la cultura moderna es así como grave, ceremoniosa; entonces el arte tiene que ser dramático y expresar un cierto sesgo de la condición humana, comprometido con el destino del hombre y la situación de la historia. En contra de eso, el tardomodernismo ha promovido cierta celebración de aspectos ligados al puro placer del juego y de las formas, que también se inscriben dentro de un nuevo replanteamiento de la subjetividad.
Aparecen no solamente los temas de la historia de las grandes narraciones épicas, sino también el valor del sujeto, el deseo, la memoria, el placer, el deleite personal y, dentro de ese contexto, el hedonismo aparece reivindicado. Yo no diría tanto de la mera superficialidad o banalidad, sino del derecho a la sensualidad de las formas, a la complacencia, a la celebración del placer y del goce que el artista pueda tener en una obra, o el espectador al fluir esa obra, más allá del impacto, de la trascendencia que pueda tener.
En un momento, sobre todo en los primeros años de los ochenta, se reivindicó mucho el hedonismo, incluso la gratuidad de la obra, como meros juegos de un significante que se pone en escena más allá de sus compromisos históricos, aun, si se quiere, el derecho a la trivialidad, y la superficialidad de la obra, como el derecho a decir: “Bueno, no puede ser solamente válida la obra que tiene un gran compromiso histórico, sino en la medida en que a un sujeto le sirva para fluir y expresar su subjetividad, su pequeña historia, sus narraciones nimias, la obra reviste un valor determinado”. Esto es en cuanto al primer tema, y en cuanto a lo otro…
Yo creo que, como cualquier momento, lo importante para cualquier filosofía es ver qué sirve y qué no sirve. Hay que tener un saludable oportunismo para saber qué sirve de Foucault, qué sirve de Derrida, qué de Lyotard. Es un arsenal de conceptos que está a disposición nuestra, y que puede acercarnos y que puede aportarnos a cada uno de nosotros. Yo creo que cierto concepto de deconstrucción es bastante válido en Derrida en cuanto permite comprender las oposiciones no en un sentido de disyunción binaria inapelable, sino que permite comprenderlas como formas ramificadas. La idea de lo indecidible, lo que no está precisamente decidido y tiene que ser A o B, como que va jugándose riesgos y creando de acuerdo con determinadas historias, procesos y construcciones. Luego hay posibilidades más ricas, cuestiones que simplemente no se deciden, no tienen por qué encontrar una finalidad histórica; es como la recusación a un concepto teleológico de que la historia avanza de acuerdo con una lógica propia, inmanente, y tiene que apuntar necesariamente a un fin, y ese despliegue se va dando a partir de la solución dialéctica de oposiciones binarias. La deconstrucción piensa en formas rizomáticas ramificadas y en forma inestable, en forma cruzada, y posiblemente eso pueda ayudar a comprender una serie de conflictos que no pasan precisamente por enhebrar el sentido de la historia, pero que sí pasan por construcciones concretas y por conflictos concretos que hacen la historia del arte.

Entre las causas de la llamada crisis del pensamiento posmoderno se le atribuye la estetización de la filosofía y su inconsistencia ética. ¿Está de acuerdo con ese análisis?

Cada momento tiene su ética, y hay un quiebre fuerte de valores que están ligados a grandes proyectos modernos, y existe una crisis fuerte de una serie de ideas que tienen su raíz en aquellas de origen y fundamento que son fuertemente criticadas por el pensamiento tardomoderno; pero también creo que, en gran parte, el mejor pensamiento lo que hace también es ordenar, expresar, clasificar, interpretar las grandes cuestiones que están en el momento. No sé hasta qué punto las ideas son responsables de las orientaciones que vaya tomando el arte o la ética o los procesos históricos, sino que muchas veces revelan o interpretan o anuncian cosas que están ocurriendo. Hegel tiene una frase muy linda: “El ave de Minerva levanta el vuelo al anochecer”, y eso quiere decir que el pensamiento llega cuando los hechos ya ocurrieron. Quizás lo que haga que a esto se le llame pensamiento tardomoderno es que se trata de un pensamiento un poco decadente, un poco laxo, un poco tibio si se quiere, un poco desentusiasmado al menos. Un pensamiento que tiene poca bandera y poco heroísmo y que está expresando un momento de desconcierto, un momento de laxitud, un momento de reacomodo de grandes ideales que están en crisis y necesitan reponer sus argumentos.

Hoy se debate mucho, a veces sin una conceptualización profunda, sobre la interrelación y la dicotomía entre identidad y diferencia. ¿Cuál es su impresión sobre este asunto?

Una concepción absolutista de la identidad termina negando la diferencia. Una concepción que concibe lo identitario como compuesto de una serie de notas fijas y esenciales y que constituyen a los sujetos antes de la historia, como si fueran unidades antológicas, duras, sacrifica la diferencia porque en el fondo pone el acento en identidades inapelables. Cuando flexibilizan el concepto de identidad no entienden lo identitario como construcciones subjetivas, como construcciones que pueden sobreponerse. Hay identidades, proyectos de identidades que muchas veces son una misma persona en un mismo grupo, que muchas veces se sobreponen. Una artista o un artista en cierto sentido se puede definir como una identidad latinoamericana, una identidad chicana, una identidad negra, una identidad gay, es decir, son diferencias que van teniendo de acuerdo con determinadas matrices identitarias que no son exclusivas ni excluyentes, y eso mismo permite un juego de diferencias mucho más rico para entonces abrir un espacio en el cual lo diferente puede constituirse en otro diferente, en cuanto se constituye como sujeto que tampoco es una identidad monolítica; son identidades más provisionales, que pueden suponer incluso recortes diferentes.
La identidad y la diferencia están siempre amenazadas. El modelo de identidad moderno arriesga la diferencia. ¿En qué sentido? En el sentido de que está sustentado en un concepto único de la identidad. Los grandes procesos son los procesos logocéntricos basados en una concepción occidental, blanca, cristiana, de la identidad. Entonces lo diferente es expulsado como identidad que corresponde a un grado inferior, a su proyecto secundario. Y lo posmoderno, muchas veces, termina sacrificando la diferencia desde su indiferencia, desde su desdiferencia, o sea, que al hacer una ensalada de todas las identidades, al hacer una mezcla única, termina cayendo en untotum revolutum, todo está mezclado y nada termina por reconocerse, en un sitio donde todos los gatos son pardos. Este es un tema permanente en la filosofía contemporánea, sobre todo en la filosofía francesa, pero también en la filosofía occidental en general, el tema de lo mismo y lo otro, lo uno y lo otro. ¿En qué medida esa aceptación de la diferencia necesita espacios determinados? ¿O qué miradas necesita esa diferencia?
Pienso que en ese sentido lecturas como la de Foucault son fundamentales. Al trabajarse en ese límite que se abre al otro más radical, la diferencia más radical que para el filósofo es lo otro, la sexualidad y la muerte, se está enriqueciendo mucho un discurso sobre la diferencia, y con un sentido como flexible hacia la diferencia. No se habla de identidades esenciales ni de diferencias esenciales, sino de una deconstrucción del concepto de diferencia, que para mí es fundamental.

¿Cómo se puede entender hoy la utopía?

La utopía moderna entró en crisis. Es el punto al cual se dirige el despliegue de un proyecto basado en una racionalidad determinada. Se supone que hay una lógica que va como autonegándose, autoseparándose siempre, y avanza triunfante hacia un ideal predeterminado, que sería el umbral de lo utópico, el umbral de la conciliación de objeto y sujeto, individuo e historia. La conciliación de la idea hegeliana. Esa exclusión epifánica del ser que, en última instancia, esconde la idea de la utopía en cuanto a arribar por medio de una serie de luchas emancipatorias de la Historia , a un mundo de encuentro terminal de todos los grandes conflictos que fueron negados, hasta llegarse a un final más o menos feliz.
Ese es el modelo que entró en crisis, porque si dicen que el arte apunta al mejoramiento de la sociedad y del hombre, al igual que la tecnología y la política, y nos damos cuenta de que estamos no sé si peor, pero por lo menos no hemos conseguido mejorar mucho, ¿a qué conclusiones podemos arribar?
Nuestras sociedades permanecen inmóviles ya casi por una cuestión práctica. Uno dice: este modelo no corre. Evidentemente se está haciendo arte hace dos mil años y no pasa nada. La humanidad se encuentra desorientada, huérfana de referencias, asustada y castigada, hambrienta y desigual. Aquí también está el desconcierto que generó la pérdida de los grandes universales, que ha creado un mundo de tibiezas y un mundo de tedio, y un mundo más tolerante por un parte, pero también mucho menos apasionado, porque habría que decir: mi idea no solamente es la que vale, toda idea vale exactamente igual. No es recomendable jugar demasiado con una idea que las grandes pasiones de la Historia acallan, no. Hay que cuestionar la petición moderna de redención universal. Las pasiones que despertaban los procesos emancipatorios se encubren en una especie de inercia.
Después de un momento muy antiutópico, como fueron los últimos años de los setenta y la década de los ochenta, lo que se presenta ahora es quizás recuperar la idea de la utopía, no tanto como una promesa redentora en la cual los grandes recits lo que han prometido es el cumplimiento de la utopía acerca de que en la tierra adviniese ese lugar para que se viera la redención del ser humano. Lo que se pretende ahora es retirar los fundamentos de esa utopía deconstruyéndola en el sentido de volver, no tanto a una promesa de un mundo realizable, como a recuperar el sentido etimológico del no-lugar, de umbral de aspiraciones, de sitio del deseo que se convierta en el espacio donde el hombre coloque sus construcciones, sus demandas, apuntalando sus sueños, haciéndolos sin un sentido mesiánico. ¿Cómo lograrlo? Esta sería la gran pregunta. Al menos hay que transformar el concepto de utopía asociado a algo realizable.

¿Es tolerable una convivencia natural y recíproca entre el arte y el mercado?

Yo creo que en una política cultural hay tres factores que se relacionan: el Estado, el Mercado y la Sociedad y, justamente, el papel de una política cultural pública sería que el Estado diseñe el lugar de los sujetos sociales, el lugar de los mercados y su lugar mismo en una situación en la cual el Mercado no puede ser regulador, sometiéndose a determinadas reglas, donde se apoyen diferentes tipos de producción.
El puro accionar de los mercados nos llevaría a un darwinismo tremendo donde sólo sobrevivirían los más fuertes y se terminaría vendiendo la obra únicamente para el gusto de los grandes compradores y de la gente que podría pagar un tipo de imagen. Yo no tengo nada en contra del mercado, pero sí temo su omnipotencia.

¿Cómo se ha podido conciliar el Ticio Escobar que ha vivido desde las tribus indígenas, con el hombre erudito, culto?

Yo creo que los indígenas son grandes manipuladores de conceptos y de ideas. Tienen un pensamiento muy fino, no es tan discursivo, es más mítico o más metafórico o más críptico, si se quiere, pero obliga por eso a lecturas más sutiles, obliga a afinar bien los instrumentos de que uno dispone para percibir determinado tipo de cosas.
No deberían existir diferencias entre las formas de acercamiento al arte indígena y al arte contemporáneo, y no porque crea que no existen diferencias, sino porque la crítica de arte trabaja sobre toda lectura de sus diferencias, y es una enorme salida para el arte indígena. Entonces, ¿cómo se cruza la mirada de uno con lo otro? El indígena es lo radicalmente otro dentro de nuestra sociedades.
Cuando estudio el arte indígena no me interesa tanto convertirme a sus sentimientos, a sus pensamientos. Me gusta afirmar mi lugar de sujeto diferente y ver cómo en esa tensión de miradas se puede producir una interpretación, o una lectura, o una eclosión de un significado nuevo, y a eso ayuda mucho la crítica de arte, porque la antropología en ocasiones entra en un callejón sin salida. Es decir, ¿qué hacer?, ¿cómo comprender al otro?, ¿tratar de convertirse en indígenas, meterse dentro del indio? No se trata de eso. En cambio, a la crítica de arte, que siempre estuvo acostumbrada a mirar desde afuera la obra de otro, le es más fácil ponerse como otro ante el indígena, como diferente. ¡Claro!, en condiciones simétricas, en condiciones de respeto.
El tema que comentábamos con anterioridad vuelve a salir: ¿cómo se interrelacionan la identidad y la diferencia? Muchas veces, al asumir la identidad del otro, uno está disolviendo su diferencia, porque esta última se da a través de mecanismos intersubjetivos entre sujetos que son distintos y se miran y pueden colisionar sus miradas, o convergen, y de esta colisión, o de esta convergencia, salta una chispa, y a eso no más es a lo que aspiramos
.
Si usted tuviera que definir la cultura contemporánea, ¿cómo lo haría?

Un momento asustado. El problema es que las culturas son también ambivalentes, en el sentido de que por una parte dan al hombre, al ser humano, grandes puntales del sentido, grandes armazones del sentido, una estabilidad para que uno se oriente, y por otra parte le inquieta, le perturba, le enfrenta a lo que no es. Son ensayos para la muerte donde no puede darse toda la seguridad porque tiene que asustar y eso produce un símbolo, una mirada doble: aquietar e inquietar. El problema es que nuestra cultura se expresa, en gran parte, como una empresa global o, por lo menos, sin ser global hablamos entre todos y de todo, y a veces funciona, más que como una polifonía, en forma de cacofonía, ruidos y voces que resultan imposibles de concertar, subrayando el momento del desconcierto y del miedo. Pero eso también tiene que ver con cierto espíritu apocalíptico esencialmente humano.
Estamos en fin de siglo. Si los fines de años mueren inquietudes, mea culpas, y preocupan asuntos como ¿qué hice?, ¿qué no hice?, ¿hasta donde llegué?, uno hace como un inventario de su historia. Ahora que llegamos a la culminación de un milenio, se acelera la vocación de la cultura por hacer su propio recuento, y a veces estos recuentos estremecen.

viernes, 18 de mayo de 2012

Vigilando Sentinel



La isla de Sentinel, baja y llana, cubierta de bosques iguales e impenetrables; se encuentra en el archipiélago de las Andaman, en el Indico norte, no muy cerca del continente.
Las Andaman, antaño unas islas salvajes, han sido colonizadas por el gobierno indio durante la segunda mitad del siglo XX con inmigrantes y nativos de otras zonas del país. Ahora las Andaman bullen de una vida importada y occidental, mientras los viejos andamaneses escasean y vegetan, adosados a la civilización.
Que fue de aquellos hombres menudos, enjutos y oscuros, de piel brillante, de movimientos fluidos, de aquellos arqueros silvestres?
Para poder siquiera soñar con ese tipo de humanidad hay que mirar ahora a la Isla de Sentinel, unas 7000 hectáreas de bosque en la que se esconde un número desconocido de indígenas.
La isla se encuentra a pocas horas en barco de la civilización, sin embargo, esa zona del Indico es azotada por numerosas tormentas durante gran parte del año. Únicamente entre Septiembre y Enero el tiempo se torna apacible y es posible plantearse la travesía con alguna seguridad.
Tras unas horas de navegación, al avistar  Sentinel en la lejanía, entenderemos el porque de su aislamiento. A una decena de millas de la costa, comienzan los bajíos arenosos y los arrecifes de coral; una intrincada orla de obstáculos que impide la aproximación.
Únicamente, se conoce una estrecha manga de agua, navegable en canoa, que lleva a la playa de los avistamientos. 

El gobierno indio ha determinado prohibir todo contacto con los belicosos Sentineleses. Los escasos encuentros han sido siempre violentos y los indígenas se han mantenido casi siempre ocultos tras la cortina de vegetación, arrojando sus flechas sin miramientos.
Desde el gobierno, se pretende no interferir en la vida de los isleños y estudiarlos solamente cuando la tecnología permita hacerlo sin que ellos sean conscientes.
Esta isla, sin riquezas ni interés estratégico vive de momento al margen del resto del mundo. Hasta el momento, al resto del mundo tampoco le parecía necesario depositar su atención sobre este menudo pedazo de selva. Sin embargo el futuro que prevé el gobierno indio para Sentinel puede modificar el estado de las cosas.
Imagínense que pudiésemos asistir, mediante la grabación furtiva, a la transmisión en directo de la vida cotidiana de los indígenas.
El mundo entero poniendo sus ojos sobre los únicos habitantes de la tierra que viven en otro mundo, aquí y ahora, al margen de todo esto.
Una puerta terrorífica, a la vez que fascinante, hacia quien sabe donde.
Podremos resistirnos a este show?


viernes, 11 de mayo de 2012

Refugio para pernoctar II


Avistamiento de jabalí




En el primer vídeo, se puede observar el momento en el que el jabalí cruza un camino y se interna en los cultivos.
Unos segundos después, lo localizamos mientras atraviesa unas tierras de labor rumbo noroeste hacia un bosque de pinus pinea.
Tras perderle de vista, lo interceptamos con el vehículo a unos 800 metros de distancia. Lo seguimos hasta que se pierde en la espesura.

viernes, 4 de mayo de 2012

El territorio alrededor de las ciudades globales


Originalmente en www.radarmagazine.org


Ana María Durán Calisto


“Nuestras ciudades tradicionales están basadas en el hecho ficticio de que existen fuentes inagotables situadas fuera de la ciudad que nos permitirán una extracción indefinida”.
Izaskun Chinchilla


“Then learn this of me: to have, is to have; for it is a figure in rhetoric, that drink, being poured out of a cup into a glass, by filling the one doth empty the other.”
William Shakespeare
As You Like It


El viaje
Navegar el Amazonas de occidente a oriente; bajar desde Quito, en la Cordillera de los Andes, hasta la desembocadura del río-mar en el océano Atlántico, es enfrentar el fenómeno de la megalópolis desde su huella menos visible o aparente. El gradiente del río se desdobla como un rollo de película que va, lento, de “lo crudo a lo cocido”1,de lo salvaje a lo domesticado. La visión seccional a la que nos obliga la guillotina del agua invoca la cámara de Meter Greenaway en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. La nave se desliza de la cocina del planeta a su salón, baja al baño, nos hunde en la cloaca, regresa al salón, se fuga al dormitorio, emerge al estacionamiento… El perfil selvático, asfixiado entre dos firmamentos, se sostiene; se descompone en imágenes urbanas a lo largo del recorrido trazado por la ruta fundacional que abrió Francisco de Orellana entre 1541 y 1542. Su contorno vegetal colapsa en oleoductos; se levanta en forma de cercha o incinerador; se transforma en grúa o torre; se refleja en el agua como silo o usina. La Amazonia es urbana, una megalópolis fluvial, un urbanismo de mega-Venecia.
Los medios
¿Por qué el proceso de urbanización de la cuenca amazónica ha permanecido relativamente invisible en los medios de comunicación? Lo remoto es un concepto geográfico, definido en base a parámetros de distancia y acceso; o temporal, alejado en el tiempo; pero también es mediático: la Amazonia se construye en los medios como un espacio a-urbano, o anti-urbano, carente de construcciones, de industria, de ciudadanos que puedan poner en tela de juicio la dualidad cielo-infierno con la cual generalmente se la representa. Incluso los buscadores en red, que se asumen como un sistema abierto capaz de alojar voces alternativas, arrojan –cuando se introduce “Amazonia”- primordialmente imágenes verdes, azules, zoológicas o etnográficas, reforzando una idea romántica de la región como el espacio exótico por excelencia. Uno que otro hotel, una que otra tapa de libro, salpican las imágenes de la “selva culta”2 y explican parcialmente la razón por la cual se mantiene el mito amazónico en los medios a pesar de que su compleja realidad cuenta otras historias. Los espacios de fuga del mundo contemporáneo, sus últimos bastiones de escapismo físico y aislamiento, no pueden ser representados como “urbanos”, precisamente como aquello de lo cual se huye, deben ser el vivo retrato de “lo natural en estado puro”, de la utopía, el lugar que ya no existe. En el otro extremo de los paraísos construidos por el eco-turismo, que empaqueta las mercancías geográficas, y el etnoturismo, que comercializa las culturas indígenas, está el anti-mito: la Amazonia como infierno y anuncio del Apocalipsis. Las imágenes de denuncia muestran fronteras agrícolas en expansión, troncos de árboles humeantes, carreteras sumidas en parches enormes de deforestación. En esta doble forma del consumo global, la Amazonia como recipiente de las necesidades de exploración y como proveedora de materias primas, está la raíz de sus conflictos reales y tangibles, y acaso en ella se resume el dilema del mundo contemporáneo.
Lo exótico:
El mito de lo remoto
El mito de lo puro
El mito del aislamiento
El 27 de febrero del año 2008, Wang Shu, Decano de la Academia de Artes China, iniciaba una conferencia en The Graduate School of Design de la Universidad de Harvard mostrando una serie de pinturas de la tradición paisajística de su país. Unas tras otras se deslizaban sobre la pantalla las bellísimas ilustraciones de montañas rugosas en tintas rojas o negras. Estas imágenes comenzaron a intercalarse con otras de fotografías panorámicas de las cordilleras en China. “En mi país la gente solía venerar a la montaña”, explicó, “ahora la minan”. Inmensos cráteres horadados por palas mecánicas en diversos paisajes se barajaron con retratos de las torres-resorte que surgen como por arte de magia en las ciudades instantáneas del dragón oriental. “Para no contribuir a erosionar más las montañas, nosotros utilizamos los desechos de la industria de la construcción”, continuó Wang Shu mientras mostraba las obras que diseña y construye con su equipo de Amateur Architecture Studio. Sus centros educativos y museos son monumentales intervenciones minerales cuyas paredes acumulan, como fallas geológicas, los estratos sedimentarios de los detritos de la construcción. Diversos grados de trituración producen una variedad de texturas y tonalidades en una arquitectura de hojaldre que se asume como materia prima, como geología construida o futura mina. La materia –la cara dura de la energía- ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma, nos repite la arquitectura de Wang Shu. Y queda claro que desde el punto de vista de la materia, lo remoto es próximo (está en casa), lo artificial es natural, el otro es el yo, la Amazonia es Sao Paulo, Pekín o Toronto.
Las nuevas cartografías
Si la casa-árbol y la casa-cueva son los arquetipos de la primera vivienda, la agricultura lo es del primer texto colectivo (las marcas sobre la corteza de un árbol son tan sólo signos, señales). El documento histórico más irrefutable, el que no miente, es el palimpsesto de la geografía. Hoy por hoy, todo paisaje es cultural; ha sido domesticado en mayor o menor grado. En el texto del territorio que recorre el río Amazonas –sus caligrafías precarias e inestables inscritas en conjunto por hombres y naturaleza- se inscriben a cada vez mayor velocidad los tupidos ramajes de las infraestructuras que engordan conforme escasean los recursos y se forman los últimos tentáculos del comercio global.3 A través de sus canales fluyen petróleo, gas natural, madera, acero, electricidad, cobre, oro, caucho, soya, biodiesel, loros, coca, gente…; en sentido inverso llegan turistas, voces, imágenes, letras, información, productos industriales; a lo largo de ellas se instalan los colonos en poblados raquíticos, entrópicos, mientras se engrosan los claros lineales, los parches de la deforestación, las plantaciones y las megalópolis. Si tuviéramos que imaginar una cartografía que exprese a escala global la relación entre la Amazonia (y otras zonas remotas) y las megalópolis habría que mostrar en ella simultáneamente cómo se expanden las manchas urbanas de las principales ciudades (con sus suburbios), a la vez que se dibujan los parches de deforestación; se puntea la proliferación de los pozos petroleros; se delinean los ramajes en expansión de las infraestructuras de transporte, energía y telecomunicaciones; se configura la reproducción de los enclaves turísticos y se ilustra la concentración de los territorios indígenas. Esta combinación genera una forma de contraurbanismo bastante particular; una guetoización de la geografía parece ser la contraparte de la expansión urbana. Los paisajes remotos constituyen el negativo del mega-positivo urbano, pues sus zonas de extracción de recursos naturales y materias primas están destinadas primordialmente a construir y sostener las megalópolis. Mirar a las ciudades sin mirarlas obliga a repensarlas, a redefinirlas como mina, como energía, como geografía e infraestructura, como comercio global.
Productos con historia:
El hiper-realismo detrás de la ficción mercantil
Remoto también significa “que no es verosímil, o está muy distante de suceder”4. Los procesos de globalización de los sistemas productivos provocaron una dislocación entre el consumidor y las fuentes de materia prima de las mercancías que consume. La crudeza del origen de los productos en el supermercado global se enfrenta como una condición inverosímil, cuando su engranaje en la tierra es lo único cierto. Los paisajes de la extracción y su polo opuesto, aquéllos del desecho, son la realidad detrás de los parques temáticos del comercio internacional. Resulta que la realidad es la ficción y en su fondo están los productos que se distribuyen sin historia, sin referirse a la geografía que pulverizan y desplazan: se seleccionan en catálogos, se ordenan por Internet, se toman de un escaparate, como si hubieran brotado por arte de magia, frutos de un árbol ubicuo e invisible. A escala arquitectónica, aumentan las propuestas en el mundo contemporáneo de topografías artificiales que se construyen en nombre de la ecología y se mercadean como “verdes” mientras otras existentes, y hasta hace poco remotas, se degradan junto con el sustento de su gente y con recursos vitales como el agua. El mundo reemplaza unos productos sin historia por otros sin historia que aprovechan las oportunidades comerciales abiertas por el discurso de la sostenibilidad. Los automóviles convencionales, presentados como monstruosidades del averno petrolero, se sustituyen con otros, con los híbridos “verdes” del paraíso eléctrico. El salar de Uyuni espera suspendido en sus alturas su turno en la subasta de los saldos de la geografía sudamericana,5 un territorio-depósito, cuyos recursos han sido inventariados para ser extraídos y transportados, mientras los líderes “anti-imperialismo” negocian montos y términos con transnacionales y nacionales de diversos orígenes. Conforme nos despla zamos lentamente de un recurso a otro, de una economía petrolera a una post-petrolera –sin que el patrón de crecimiento del mercado de bienes raíces deje de ser predominantemente suburbano (sprawl)– la Amazonia en Ecuador, Perú, Bolivia y el occidente de Brasil se fragmenta en bloques mediante concesiones a transnacionales para su prospección.
Juventud ancestral
Antes de diseñar una propuesta para un sitio específico, el arquitecto paisajista y artista Andy Cao viaja ahí con su socio Xavier Perrot (Cao-Perrot Studio) para así no engañarse y conocer la historia detrás de los elementos que utiliza. Observa y estudia los materiales y oficios de las tradiciones locales para reformularlas como ejercicio global y contemporáneo. Su práctica constituye un raro caso de renovación en un mundo que ha aprendido a desconocer el encanto de la juventud ancestral porque el mercado le ha enseñado a favorecer tan sólo lo nuevo y novedoso. La arquitectura no ha logrado escapar a la lógica mercantilista que se nutre de dos tipos de obsolescencia: la tecnológica y la impuesta por los cambios en la moda, contribuyendo así al círculo vicioso y nefasto de la extracción y el desecho. Cada paisaje es una forma de pensar y en el encogimiento de las culturas amazónicas podría perderse la clave del “contrato natural” por el que aboga Michel Serres, un contrato impostergable de cara a los efectos marciales de un mercado que no firma treguas ni tratados. El futuro de las megalópolis está completamente ligado al futuro de las zonas remotas que las sostienen. Los proyectos de conservación, cuyos fondos se canalizan a diversos ecosistemas, deberían invertirse también en las ciudades. Si el Edén occidental es un jardín, no un macizo de oro, ya es hora de que se revalorice el manto vegetal –su agua, su vida– que hasta ahora ha sido sacrificado en pos de los minerales que lo subyacen. La biología y sus tecnologías son quizá el camino hacia la transformación social y los bosques tropicales la esperanza de vida de las ciudades contemporáneas.




1 Lévi-Strauss, Claude. The Raw and the Cooked: Mythologiques. Chicago. University of Chicago Press edition, 1983.
2 Descola, Philippe. La Selva culta: simbolismo y praxis en la ecología de los Achuar. Quito. ABYA AYALA, 1987.
3 http://www.nytimes.com/2010/03/31/science/earth/31energy.html
4 Diccionario de la lengua española, http://buscon.rae.es/draeI
5 http://www.nytimes.com/2009/02/03/world/americas/03lithium.html?_r=1
6 Para una visualización más detallada y cartográfica de este fenómeno, ver http://www.plosone.org/article/info:doi/10.1371/journal.pone.0002932  

Actitudes y cambio climático

Originalmente en www.radarmagazine.org


Jade Lindgaard
Los estadios climatizados en Qatar para la copa mundial de fútbol; la cumbre de la ONU sobre el clima en un balneario que ha destruido el litoral mexicano; el proyecto de un aeropuerto sobre una isla artificial en las Maldivas; otro en construcción en Francia en medio de unos terrenos agrícolas; el petróleo que se busca extraer próxi-mamente de las arenas bituminosas de Madagascar; la nueva extensión de servidores de Facebook que se alimenta a través de una central eléctrica de carbón: las necesida-des de energía de la red social más famosa podrían ser mayores que las de muchos países en vías de desarrollo. Casi a diario irrumpen proyectos de enorme consumo de energía inútil y contaminante, que además conllevan mayores gastos en el futuro. Po-dríamos continuar esta lista de horrores hasta el infinito.
Pero ¿cómo es esto posible? En diciembre de 2009, en Copenhague, los países más poderosos del mundo prometieron hacer todo para frenar el calentamiento global. Hace ya casi quince años que apareció el informe del Giec1 en el que se establecía, sin ninguna posible duda científica razonable, el papel central que tenían sobre el cambio climático las emisiones de gas de efecto invernadero emitidas por el hombre. Los ries-gos humanos y naturales que un alza de las temperaturas ocasionaría en la biosfera preocupan mucho más allá de los círculos de los climatólogos y de los grupos ecolo-gistas: la Cruz Roja y los ponentes de la ONU para el derecho a la alimentación se encuentran en estado de alarma, así como las compañías de seguro que evalúan las exorbitantes sumas que podría costarles la indemnización de las víctimas del cambio climático. A la Tierra le tomará más de mil años borrar los rastros de un siglo de emi-siones de CO2, según un estudio reciente.
En ese contexto de alarma sobre las catastróficas consecuencias del calentamiento, el gas de efecto invernadero no debería ser emitido, en buena lógica, salvo con muchas restricciones. Por ejemplo, se debería dejar de correr el rally París-Dakar por 33 año consecutivo; salir de vacaciones en Navidad con destino a México o a la República Dominicana (uno de los principales destinos turísticos de los franceses en 2010). También debería ser impensable organizar una cumbre mundial sobre derechos huma-nos en un país en el que pervive la esclavitud, o fundar un plan para la reactivación del trabajo infantil. Tampoco la petrolera Exxon debería acumular los beneficios récord que obtuvo en 2010 gracias a la fuerte alza de su producción de barriles de crudo.
Esta orgía de los hidrocarburos se produce prácticamente a diario, y cada uno de noso-tros participa en ella. Es tan insensata y tan peligrosa que no es descabellado imaginar que dentro de cincuenta o cien años, las asociaciones de víctimas del cambio climático pidan la prohibición de Tintin en el país del oro negro, o de En el cami-no de Jack Kerouac, o que decidan mandar al quinto infierno de las bibliotecas nacionales los catálogos de venta de los operadores turísticos, igual que hoy se prepara la eliminación de la palabra “negro”2 del clásico de Mark Twain Las aventuras de Huckleberry Finn.
Ese distanciamiento entre el estado del saber sobre el clima, las amenazas que éste deja caer sobre la vida cotidiana de millones de personas y el comportamiento de las sociedades es un hecho de enormes proporciones en este inicio del siglo XXI. Hace evidente el conflicto entre los conocimientos científicos, una paradoja en estos tiem-pos hipertecnologizados. Seleccionamos entre los saberes para adaptarlos a nuestras necesidades: algunos son adoptados de golpe por los gobiernos y quienes toman las decisiones (véase por ejemplo la explosión de las nuevas tecnologías de la informa-ción, el desarrollo de la investigación médica o incluso las nanotecnologías), otros son abandonados. Es el caso de muchos conocimientos que conciernen a la naturaleza: la desaparición de la biodiversidad, el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático, los hechos se acumulan. Los gobiernos hablan de ello, a veces ponen en práctica políticas para darles respuesta, pero tan tímidas que apenas abordan el pro-blema.
Este conformismo colectivo frente a una situación objetivamente insostenible no es producto del azar. Es consecuencia del fracaso de todo el sistema de reflexión y de acciones que desde hace veinte años ha hecho del clima un objeto político (el protoco-lo de Kioto, la convención de la ONU y otras cumbres sobre el clima, el Giec, entre otros). A pesar de las numerosas declaraciones de buenas intenciones de los diferentes jefes de Estado y los dirigentes de las industrias, el clima como causa común mundial se encuentra hoy derrotada.
Este fracaso no solo se debe a nuestros modelos de representación política, al estado de las relaciones de fuerza geopolíticas y a los poderosos lobbies de los climatoescép-ticos. También es producto de la historia de nuestras costumbres y nuestros deseos individuales. Los daños causados a la naturaleza no son únicamente una consecuencia de un sistema económico globalizado y del productivismo: también son el fruto de una economía de los afectos, construida a partir de los ideales de crecimiento y progreso de la Treintena gloriosa3, la publicidad, el individualismo, la suplantación de la nece-sidad por la explosión de la búsqueda del placer, el rechazo a la política de los límites. No solo somos dependientes del CO2: somos adictos a él. Se ha convertido en algo consubstancial. Nos gusta por la sensación de libertad que nos da y por la alienación tranquilizadora en la que nos envuelve. Nos ha proporcionado nuevos placeres como el calor y la luz, de los que ya somos incapaces de prescindir. Desde entonces el in-vierno es escenario de numerosos casos de depresión estacional, esa forma de melan-colía ligada a la monotonía. En las casas, la calefacción central se pone en el nivel más alto, bajo el criterio supuestamente consensuado del confort individual. Cada vez un mayor número de piscinas bordean los pabellones unifamiliares, como promesa de verano y relax. Todos los domingos por la noche los accesos por las autovías de las grandes ciudades se colapsan por los embotellamientos de los autos que regresan del fin de semana, acontecimiento tan habitual que incluso ha dado título a un programa de radio, “Regreso dominical”. Para sus vacaciones de Navidad, los turistas europeos se dirigen “a destinos soleados” como México, Egipto, Túnez o las Antillas, peregri-nación obligada para el trabajador exhausto. Se trata de un sistema sensorial. Es tam-bién el decorado de un imaginario. Las luces de los gigantes carteles luminosos de Shangai causan fascinación en la mirada occidental, como los neones de Broadway atrajeron a los inmigrantes europeos en el pasado. Mientras que el infierno siempre fue sinónimo de tormentosas canículas, parece que cada vez hace más frío en las películas de Hollywood sobre el apocalipsis (2012, The Road, entre otras). Podría apos-tar que si el cambio climático no fuera un calentamiento sino un enfriamiento, el nor-teamericano y el europeo medio se preocuparían mucho más. Cuántas veces he escu-chado, apenas en broma: “no me gusta pasar frío, estoy a favor del calentamiento glo-bal”. El dióxido de carbono es tan adictivo que incluso tiene a sus exdrogadictos, sus “born again”, como Nicolas Hulot4, quienes basan sus discursos ecologistas actuales en el arrepentimiento y en las virulentas críticas a su anterior modo de vida.
A partir de la revolución industrial, no solo dependemos de los hidrocarburos y de sus emisiones de gas de efecto invernadero, sino que estamos atados a ellos mucho más allá de lo racional y de lo razonable a través de un lazo constantemente renovado en el que se mezclan la dependencia afectiva y la capacidad de elección. El clima está ins-crito en nosotros, en nuestro espíritu y en nuestro cuerpo. Somos el clima. Al mismo tiempo el clima es producto de nuestras actividades cotidianas (nuestro comportamien-to afecta a nuestro planeta, es la antropogénesis, esa nueva era en la que por primera vez el hombre modifica radicalmente los elementos naturales), pero también este nos produce, nos modela, pues se haya en el centro de todo un sistema sensorial y de esquemas de pensamiento. El problema climático no es la carga del hombre occi-dental y del individuo capitalista: es un problema de relación consigo mismo.
Cada uno tiene sus gustos y sus deseos (amor por los viajes bajo el sol tropical o pa-seos de fin de semana en coche). Hay, desde luego, un sistema económico, social y cultural en el que esto se desarrolla: incitación permanente a desarrollar nuevos place-res, nuevas sensaciones, a buscar precios más bajos, promesa de acceso a un lujo al alcance de todos; importancia del confort en una cotidianidad que se enfrenta a un mundo en el que el trabajo es precario y el Estado proveedor se desmorona… Esa fá-brica de los afectos se erige en contra de la ecología, a través de un distanciamiento de la naturaleza y de los ritmos de las estaciones (expansión de la enorme distribución y de la oferta permanente de todo tipo de productos alimenticios), la desaparición de las distancias geográficas (explosión del transporte rápido, las rutas aéreas, globalización de los mercados), o la cultura del todo preparado y del todo automático, que nos hace olvidar los oficios y nos ha hecho perder el gusto por la autonomía culinaria. Reparar una lavadora, una cafetera, una televisión o un ordenador se ha vuelto algo de mal gusto. Es mucho más fácil, más barato, cambiar el aparato que mandar a repararlo.
Esta constitución del “yo” contra la ecología tiene razones legítimas. En el transcurso de la Gloriosa Treintena, la automatización de la vida cotidiana, la urbanización, el desarrollo de las grandes inversiones en infraestructuras viarias y energéticas fueron a la par con las mejoras de nuestra calidad de vida, empezando por la emancipación de las mujeres (lavadoras y lavavajillas que reducían el trabajo doméstico). La amplia-ción de las vacaciones pagadas democratizó las vacaciones. En suma nuestro consumo de energía –y por tanto de CO2– es la evidencia de los adelantos sociales. No resulta tan fácil querer despojarse de ellos.
No todo se reduce a la conducta individual, ya que al mismo tiempo que esta econo-mía del deseo, -esta fábrica de afectos- se opone a la ecología, el clima también va de la mano con el sistema social. No es algo nuevo: la historia del medioambiente nos revela que por lo menos desde el siglo XVIII, el clima es una categoría moral y políti-ca y no una cuestión estrictamente meteorológica. Históricamente el ambiente ha sido concebido como un conjunto de saberes científicos diversos y de controversias. Esta dimensión social de la noción de clima se eclipsó en la segunda mitad del siglo XX a medida que se consolidaban los conocimientos de las ciencias “duras” (física, geofísi-ca, oceanografía, ecología, paleoclimatología) sobre el clima.
En consecuencia, se trataría hoy, y no es una paradoja menor, de des-ecologizar el clima, de desnaturalizarlo para devolverle todas sus dimensiones, ya que los efectos del cambio climático son bastante reales. No es solo una cuestión de imaginarios y de sensaciones, sino que también está implicada una fábrica de desigualdades, de tensio-nes políticas y de competencia económica.
¡Qué quebradero de cabeza político! Puesto que el clima cambia de escala constante-mente: es una cuestión individual e íntima, y quizás por primera vez también es glo-bal, ya que une a todos los seres humanos, así como al resto de la biosfera. Por lo tan-to, de alguna manera, es un asunto globalmente íntimo. ¿Cómo encarar ese extraño objeto híbrido, a la vez realidad meteorológica, categoría moral, experiencia personal, construcción social? No sorprende que los discursos públicos por colocarlo a la altura de lo que está en juego hayan fracasado hasta ahora. Representa un cambio con res-pecto a la política: salir del paradigma de la lucha de clases, pues resolverlo implicará, en ocasiones, ir en contra de uno mismo.
Actualmente la cuestión de los modos de vida, de la responsabilidad individual en el cambio climático es un tabú en el terreno del debate político sobre el clima. También en la esfera privada. He decidido no viajar en avión en mis periodos de esparcimiento, y proscrito de mis vacaciones, lo utilizo lo menos posible. Hace diez años no voy a los Estados Unidos, nunca he estado en China. Esos son los límites que me he autoim-puesto para alcanzar una vida ecológica. Son pequeños sacrificios. No tengo auto y por nada del mundo quiero uno. Tomo el tren y el transporte público. En la ciudad me desplazo en bicicleta. Evito las grandes superficies para hacer mis compras y adquiero las verduras en el local de un pequeño agricultor de l’île de France. Pero me he dado cuenta de que es casi imposible hablar de mis decisiones con personas que no viven de la misma manera. La discusión se vuelve agria de inmediato, el tono sube. La irrita-ción es recíproca y fuerte. Son cosas que molestan. Siempre se me acusa de querer “culpabilizar” a mis interlocutores, mientras que yo los acuso casi abiertamente de egoísmo.
¿Cómo retomar esta discusión ahí donde se ha detenido? Habría que salir del escollo de la culpa para entender la importancia del comportamiento individual en materia de ecología, incluso si sus efectos son invisibles. Dar relevancia a los lazos subestimados entre lo privado y la política. Pero también alertar acerca de la enorme dificultad de dar respuesta a la crisis climática en el estado actual de la organización de nuestras sociedades. Sobre todo, darnos cuenta de que respiramos, soñamos y deseamos CO2. Es el agente invisible y por lo tanto central de nuestra economía de los afectos.
La cuestión del clima nos obliga a cambiar nuestra relación con la política: ¿quién es el actor del clima? ¿Cuáles son las disputas climáticas? ¿Cómo articular el comporta-miento individual y el destino común? ¿Se puede hablar de transformación social, de emancipación, de revolución dentro del activismo climatológico? Se trata nada menos que de una gramática de la acción colectiva que es necesario reinventar
1 GIEC (Grupo intergubernamental de expertos sobre el cambio climático) es un organismo que surgió en 1988 a instancias del G7 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Canadá e Italia) N de la t.
2 Nigger en inglés en el orginal. N de la t.
3 Término que se refiere al periodo que va de 1945 a 1975 de enorme crecimiento económico y que fue acuñado por Jean Fourastié.
4 Presentador del programa televisivo Ushuaïa, que está basado en relatos de aventuras en la naturaleza, y que desde 2007 intenta iniciar actividades políticas en Francia.